Estaba en el liceo y tenía que dar una presentación oral. La noche anterior me había salido un grano gigante en la frente, de esos que te hacen cuestionarte si no será que te está creciendo un cuerno y cuando llegó el momento de hablar ante toda la clase no podía pensar en otra cosa que no fuese ese comedón gigante. Sentía que todos me estaban mirando y se reían. Tal vez alguno sí —nada menos confiable que la memoria— pero probablemente fuese paranoia.
Quienes sufrieron acné saben que hace estragos con tu autoestima.
En esa época, por ejemplo, no me gustaba quedarme hasta el amanecer en el boliche porque tenía miedo de que el maquillaje se desvaneciera y que la gente viera mi piel tal cual era. Esa era mi peor pesadilla y siempre intentaba irme antes o, si me tenía que quedar, permanecía en una zona oscura —ahora me voy temprano pero por el dolor de espalda—. A veces, incluso, me costaba mirar a los ojos a alguien.
Gracias al marketing nefasto de principio de los dos mil, creía que si me limpiaba, exfoliaba y secaba lo suficiente el rostro, los granos se iban a ir. Recuerdo que me llegué a pasar alcohol puro en la cara. Ahora sé que atacando mi piel solo lograba que estuviera más enojada conmigo. Pero, ¿cómo no agredirla si la consideraba mi peor enemiga?
Y tengo que aclarar que mi acné era leve, como me lo hizo saber la dermatóloga a la que le rogué que me diera roacután. Por suerte me lo negó: porque era como matar un mosquito con un balazo y además tiene efectos secundarios gravísimos, que creo que a los 15 años uno no es capaz de sopesar. Me mandó un limpiador, un tónico, una crema y para casa. Volví a consultar y me mandaron pastillas anticonceptivas que tomé por cinco años exclusivamente por este tema, algo que viéndolo hoy también me resulta disparatado.
De todas maneras, el consuelo era que cuando pasara la adolescencia y alcanzara la adultez, iba a estar radiante. ¡Sorpresa! No fue así y seguí teniendo, en mayor o menor medida, granitos. Con los años aprendí a convivir con ellos, aunque no voy a negar que me hubiese encantado que no fuera un tema siempre presente en mi mente. Pero viéndole el lado positivo, gracias a este proceso aprendí un montón sobre la piel. El tener que cuidarla, nutrirla y respetarla para que no reaccione mal me llevó a investigar sobre diferentes ingredientes y conocer qué me hace bien y qué no. Eventualmente fui mejorando a fuerza de una devoción casi religiosa a las cremas.
Por un tiempo me sentí empoderada —odio la palabra, pero no encuentro mejor adjetivo— leyendo etiquetas, conociendo la diferencia entre betahidroxiácidos y alfahidroxiácidos aprendiendo sobre el retinol, la vitamina C y el zinc. Hasta que caí en la cuenta de que esta obsesión por el cuidado de la piel era una cuestión que me trascendía a mí como individuo y formaba parte de un universo un poco más perverso.
En los últimos años se impuso la estética Glossier, la de las caras perfectas, hidratadas, brillosas, con rubor natural y apenas un toque de color en los labios. Su maquillaje traslúcido y sin demasiada cobertura implica que, quienes tienen alguna imperfección quedan por fuera, o que hagan todo lo posible por mejorar su piel. La gracia es que, ante la mirada del otro, no se note el esfuerzo que implica cumplir con una rutina estricta de cuidado y maquillaje. Hay que parecer una chica "de bajo mantenimiento".
Paralelamente, mientras que se popularizó ese maquillaje mínimo, se instauró la idea de que todo rostro es mejorable y que es casi una obligación hacerlo. O tus poros son demasiado grandes, o tenés arrugas, o necesitás hidratación, o tus ojeras son demasiado pronunciadas y para eso hay que comprar cada vez más y más productos. Los diez pasos de la rutina coreana se volvieron casi estándar y las mujeres empezaron a gastar cada vez más dinero en cosmética (de sus sueldos inferiores a los de los hombres). Porque si hay algo que sabe hacer la industria de la belleza es capitalizar nuestros problemas de autoestima.
Estoy usando adjetivos femeninos a conciencia: la belleza es una carga que se nos exige a las mujeres mucho más que a los hombres. De acuerdo con un estudio que se hizo analizando tres millones de libros, los adjetivos usados para describir a personajes femeninos tienden a estar vinculados a su apariencia física un 50% más que los de los hombres.
Es verdad, aprendimos más sobre cremas, pero eso nos dio una falsa sensación de control. Cuando la vida es impredecible, cuando una pandemia puede echar por tierra todos tus planes de un mes a otro, ¿cómo no obsesionarse con la combinación perfecta de ingredientes para transformar tu piel? Como dice Jia Tolentino en esta nota: "Compré el limpiador junto a otras tantas cosas, dudando si estaba llevándome productos para el cuidado de la piel o un manto de seguridad psicológica, y qué tanta diferencia hay entre ambos".
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